Digo carbonerías y no me refiero a las que se encontraban en medio del campo donde quemaban grandes montañas de leña, cubiertas de paja y tierra para que su combustión fuera más lenta y diera como resultado el carbón vegetal.
Cuando digo carbonerías me refiero a esos lugares de antaño dónde se vendía el carbón, hoy casi totalmente desaparecidos, pero que siguen vivo en el recuerdo de aquellos que las conocieron y las vivieron, aquellos que saben que lo que se vendía en ellas era algo sumamente primordial en la vida cotidiana.
(Una Carbonería en 1930)
Las carbonerías surtían a la población de carbón, algo necesario para el vivir de cada día, y raro era la calle que no contaba con una. Estaban instaladas, bien en un local adecuado para ello, o bien bajo una techumbre colocada en la misma casa en la que vivía el vendedor del producto: El carbonero.
(Interior de una Carbonería)
Adentrarse en una carbonería era como entrar en otro mundo, un mundo oscuro en el que nada más cruzar el umbral, una nube de polvillo oscuro que vagaba en el ambiente casi hacía perder el contorno de los escasos utensilios que allí había. Paredes y suelo lucían igualmente negros. De entre la nebulosa de polvo salía el carbonero, hombre del que nunca se sabía a ciencia exacta el color de su piel, pues siempre estaba tiznado de oscuro, igual que sus manos y el delantal que llevaba puesto para no mancharse la ropa, cosa que a duras penas conseguía. Si acaso podía distinguirse a duras penas el blanco de sus ojos o el de sus dientes, si es que los tenía, que la población de entonces era propensa a la pérdida de las piezas dentales.
Había en la carbonería una romana para pesar y una pala con la que el carbonero cogía el producto que pedía el comprador, y volcarlo posteriormente en el recipiente que se llevaba para ello, por regla general un cubo de hojalata o un latón al que se le había acoplado un asa.
Dentro de la carbonería se apelotaban los sacos de carbón, de cisco carbón y de cisco picón, y al fondo, en un rincón, el carbonero amontonaba los desechos que iban quedando para venderlo como carbonilla que era muy apreciada para que prendieran bien las llamas. Era lo que se vendía en las carbonerías, aunque posteriormente y cuando hubo algo más de progreso, también se vendía petróleo para las hornillas que cocinaban con este producto.
(En algunos lugares el carbonero felicitaba las Pascuas a cambio del Aguinaldo. Felicitaciones de 1940)
Era obligación de cada día comprar el carbón para el consumo diario de cada persona o familia.
A comprar el carbón, además de las mujeres, iban generalmente los niños mandados por su madre, quienes se entretenían de vuelta para su casa, en pintar con un tizón de cisco las paredes de la calle a la par que caminaban. Luego llegaban las reprimendas de las madres por llegar tiznados.
Se compraba para cocinar el carbón, que las amas de casa introducían en el poyo de hornilla que era un banco de obra adosado a la pared de, más o menos, un metro de altura, recubierto de azulejos y donde estaba empotrado el fogón de hierro que se denominaba hornilla. Al frente del poyete se abría la boca de una pequeña galería por la que se accedía al fondo del fogón o boca de la hornilla. Una vez el carbón dentro, encendía la lumbre introduciendo papeles ardiendo por las bocas hornillas. Por ahí se sacaban además las cenizas y se podía avivar el fuego por medio de un soplador que era como una especie de abanico de esparto.
Para calentarse y encender el brasero se compraba el cisco picón. El brasero no faltaba en ninguna casa que se preciase y por regla general se encendía al caer la tarde. Primero se ponía en el fondo del mismo una capa de carbonilla y se le prendía fuego, y una vez hecha brasas, se cubría el cisco picón. De cuando en cuando había que “menearlo” con la badila para que no se apagara y resurgieran las brasas de nuevo. Para que la estancia oliera bien se le echaba a la candela alhucema.
(La mujer del Carbonero- Años 60)
Pero no todos los que vivían del oficio de carbonero tenían la misma suerte. Había también otros cuyo poder adquisitivo les negaba el privilegio de disponer de un local para su venta, por lo que no les quedaba más remedio que dedicarse a su venta ambulante.
Cada mañana salían de su casa con dos grandes sacos de carbón y pregonaban su mercancía de puerta en puerta: “¡niña, el carbonero!”, y las mujeres salían a la calle con sus correspondientes cubos a comprar la mercancía.
Los carboneros ambulantes que gozaban de una poca de más suerte se servían de un mulo, igual de tiznado que él, para que les llevara la carga en las angarillas.
Ya no huelen las calles al carbón quemado que se escapaba a través del humo de las chimeneas, ni los chiquillos pintan con un tizón negro las paredes, ni se ve al carbonero, imagen oscura que generalmente ocultaba tras su negrura el blanco inmaculado de la fraternidad de antaño.
(Carbonero Ambulante en burro sobre 1950)
Como final, esta coplilla popular:
“Vaya una gracia,
vaya un salero
que tiene, madre,
mi carbonero.”