Feria

miércoles

Afortunadamente una de las costumbres populares que no se han perdidos es la de las Ferias.


Sería absurdo exponer la historia de la Feria de Sevilla, que todo el mundo conoce, aunque no está de más recordar costumbres e imágenes de antaño.


Como ya es bien sabido, la actual Feria de Sevilla es una derivación de la antigua y primitiva Feria de Ganados, cuya primera celebración se hizo en el mes de abril de 1847. El único fin era la exposición y compra y venta de ganado.


Se celebraba esta Feria en el Prado de San Sebastián, situado en las afueras de la ciudad, porque se trataba de un hermoso prado, cubierto de yerba finísima para satisfacer a los animales, e iluminado por un sol que solo se encuentra en el sur, y que se hacía sentir a partir del medio día.

(Ganado en la Feria principio siglo XX)

Acudían a la Feria de Ganado tratantes, corredores y ganaderos, acompañados de pastores, garrocheros y
vaqueros que les ayudaban el las tareas de manejar el ganado.


(Sobre 1920)












Llegaban en carretas formando caravanas, manejando con mano diestra el ganado que llevaban, animales de todo tipo para comercializarlos: Caballos, yeguas, toros, vacas, bueyes, carneros, ovejas y los mejores sementales.


Para que todos estos animales pudieran saciar su sed, estaban los abrevaderos situados en San Bernardo y frente a la Fábrica de Tabacos.

(Vista del Abrevadero de la Feria de Sevilla en 1896 - La Ilustación Española Iberoamericana)

(Abrevadero 1900)(

(Abrevadero 1906)

(Abrevadero sobre 1920)

No sólo acudían a la Feria los ganaderos y tratantes de ganado. También lo hacían vendedores y traficantes de todo género de productos e industrias, estafadores y gitanos que montaban sus tenderetes en derredor de la feria, trayendo consigo sus enseres, su baile y su cante.


(Grupo de Gitanos - Fotografía del abuelo de Cajo)(Reseña Abajo)

Así como actores, cantantes, músicos, y una multitud ávida de placeres y emociones, que duplicaba a veces la ya numerosa población de la ciudad, provenientes de Andalucía y de todas las provincias de España a disfrutar de la Feria de Sevilla.

Todo esto hacía que se multiplicaran las casas de hospedaje y las posadas, que no daban abasto para asilar a tanta gente, resolviéndose el problema encajonándose a ocho personas donde solo cabían cuatro, causándose los consabidos apuros y trastornos. Había quién se instalaba en los zaguanes de las casas o tomaban la acera por colchón, esperando la primera luz del día para levantarse.


Los zaguanes de la calle san Fernando hacían las veces de tiendas de ropas, joyas y baratijas, y en sus aceras, los puestos de juguetes, frutas y dulces. En la acera que iba del Prado a San Bernardo, estaban las tiendas de buñolería, los bodegones y las tabernas en demasía. Allí se compraba, se vendía y de cambalacheaba a la par que se comía y se bebía entre palmas, cantares, y borracheras, que llevaban al traste al más pintado. Posteriormente se instalarían en el real de la Feria.


("Gitanas" Francisco Iturrino - Madrid coleccion particular)















En el siglo XIX y buena parte del XX, las horas más concurridas de la feria eran las primeras horas de la mañana. En cuanto comenzaba a rayar el alba, las mujeres se apresuraban a regar y a barrer las calles del tránsito; cada balcón era un jardín, y el olor a flores y a tierra húmeda se mezclaba con el aire fresco de la mañana embriagando los sentidos.


Conforme iba aumentando la claridad, se hacía mayor el movimiento y la multitud comenzaba a invadir las calles: bandadas de jóvenes con la guitarra al hombro y la bota de vino bajo el brazo, se dirigían al prado de San Sebastián, mientras que por otra parte alegres grupos de muchachas engalanadas de volantes de colores y llevando por adorno manojillos de rosas o alhelíes en la cabeza.


Había infinidad de tiendas de campaña, formadas de telas vistosas y ajaezadas con banderas y gallardetes de infinitos colores, largas filas de casetas vestidas de pabellones blancos y adornadas con cintas y ramos.


La mayoría de los hombres lucían sombrero de ala ancha y chaquetilla torera, y todos avanzaban en tropel por la calle San Fernando, envueltos por la música de los organillos que sonaba incansable.

El panorama en el real de la feria era de lo más colorido y variopinto.



(Buñolería pricipios siglo XX)



Pintorescas buñolerías, con sus lazos de colores, sus sábanas blancas guarnecidas de primorosos encajes y su hornillo a la puerta, donde la verbosa gitana charlaba y accionaba, entre ocurrentes donaires, invitando a la gente a pasar a su establecimiento a la par que freía los obligados buñuelos y calentitos, entra la nube de humo procedente de las sartenes.

(Buñolería 1920)








(Buñoleria 1905)

(Buñolerías a las puertas de las casetas - 1899)

Tabernas, puestos de flores, de frutas, de juguetes y de baratijas, rodeaban a saltimbanquis que se tragaban las espadas enteras y las teas encendidas, ante las miradas asombradas de la chavalería.


Compaginaban al unísono ciegos cantando jácaras, farsantes que mostrando monstruos vivos, casetillas de teatros y polichinelas. charlatanes que vendían mágicos elixires y en el cuarto de lona la cabeza parlante y el monstruo que mide un incomprensible numero de de metros, entre los cuales, una inmensa multitud de gentes que van y vienen sin cesar.


(Charlatán". Anónimo. Siglo XVIII. ---- "Charlatan". E.Laurens. Siglo XIX.)


Algunos se agrupaban a la puerta de alguna caseta a oír un jaleo, otros se sentaban a echar un trago, presentando el conjunto más abigarrado y movible que pueda imaginarse.


(A las puertas de una caseta 1901)

(Grabado de la Ilustración Española y Americana años 1886 "la feria de sevilla" Enrique Rumoroso

Otros paseaban por el Real disfrutando del colorido y del ambiente que se creaba en el mismo centro de la feria...


(En el Real -1910)

















(1905)

(1904)


En las casetas, acompañados siempre de cañas de vino, sonaba la guitarra, las palmas y el cante, y las mocitas emprendían sus bailes entre volantes, lunares, peinetas y flores del más rico colorido.


("La Feria de Sevilla" Grabado Francés 1887)

(Principios del siglo XX)

(Interior de una Caseta 1920)



(Dos imágenes de los años 1930 y 1940)






Es a estas horas de la mañana, las más animadas de la feria, cuando tenían lugar las ventas, trueques y transacciones que eran el principal objeto de la misma.



Alejados del bullicio de la diversión, entre suaves rellanos y laderas, reunían grupos pintorescos de gente de campo vistiendo los trajes típicos y mostrando las mejores ganaderías andaluzas.




(Grabado Feria de Ganado 1902)





Los vaqueros a caballo acosaban con la garrocha a las vacas y los toros para que los compradores pudieran examinarlos.




("La Feria de Abril" - Andrés Cortes - Colección Particular - Madrid)

(Gitano vendiendo burros- Principios siglo XX)












Y se mezclaban con los gitanos que los mismo esquilaban a un burro o que intentaban vender como una ganga a un viejo penco.


A medida que remontaba el sol y apretaba el calor, iba disminuyendo la animación y la bulla.

Los forasteros pobres tomaban nuevamente las aceras por cama y dormían la siesta a la sombra de los monumentos históricos. Las muchachas de la ciudad volvían encarnadas como amapolas, cubiertas de sudor y de polvo, pero satisfechas y alegres, a buscar el fresco de sus patios, los paseantes se refugiaban, unos en los cafés y las fondas.


Y otros se refuegiaban el las carretas o en las tiendas de campañas propias o de sus amigos, donde encontraban dispuesto un almuerzo.


(Carretas retozando para el almuerzo - 1905)


En este sitio, en lugar de las vistosas tiendas de campaña y casetas, se instalaban sombrajos hechos de palos y esteras de caña, propios de los cortijos. Allí se apiñaban rediles con ovejas y pastores que se afanaban en encender la candela para aviar el almuerzo.


(Oleo de Joaquín Domínguez Bécquer - Siglo XIX)


Los vendedores tendían el sombrajo y se acostaban al pie de la mesa, las gitanas apagaban la lumbre de los anafes; los ganaderos daban orden de que se retiraran los rebaños y de nuevo reinaba el silencio, interrumpido sólo por el monótono canto de las chicharras, silencio que, cuando el sol están en lo más alto del cielo, recuerda el de la hora de la siesta en Sevilla.


Con el crepúsculo y entrada de la noche, comenzaba de nuevo el jaleo en el Prado de San Sebastián. Volvían a desfilar los paseantes, las buñoleras levantaban el grito, las tabernas se llenaban de parroquianos, la gente menuda volvía a apiñarse y a ir y a venir gozosa entre la oscuridad que se prestaba a todo género de expansiones, y tornaban a oírse voces, pitidos, pregones, risas, requiebros, palmas, música y cantares.


La Feria volvía a cobrar todo su esplendor.


(A altas horas de la madrugada se oyen los últimos acordes de música. Por el suelo se distinguen confusamente montones de gente tendidas, que dan a la llanura el aspecto de un campo de batalla. Es la hora en que el peso de la noche cae como una losa de plomo y rinde a los más inquietos e infatigables. Solo allá a lo lejos se oye el ruido lento y acompasado de las palmas y una voz quejumbrosa y doliente que entona las tristes o las seguidillas del Fillo. Es un grupo de gente flamenca y de pura raza, que alrededor de una mesa coja y de un jarro vacío, canto lo jondo sin acompañamiento de guitarra, graves y extasiados como sacerdotes de un culto abolido que se reúnen en el silencio de la noche a recordar las glorias de otros días y a cantar llorando.) Gustavo Adolfo Bécquer


Bibliografía: Fiestas Andaluzas - Antología de textos costumbristas - Edición de M.I. Jímenez Morales y Amparo Quiles Faz - Editorial Cuatro Vientos.


Fotografías: Oronoz, Tocolección.net.

http://www.lafotograficaban.net (foto Cajo)

Comestibles y Ultramarinos, Locales Añejos

martes

(Tienda de ultramarinos a principio del siglo XX)

La máquina del tiempo se fue tragando poco a poco a las Tiendas de Ultramarinos, Comestibles, o Colmaos. Ahora casi no existen, pero hubo un tiempo en que casi todas las calles de las ciudades había una, y si no la había, sói que la había en la calle de al lado o en aquella otra, todas cercanas, a la mano, porque a las tiendas de comestibles no se iba a comprar, como ahora se hace en a los hipermercados, una vez a la semana, sino todos los días, y la mayoría de ellos, más de una y dos veces.

Solían ir las amas de casa a la tienda de ultramarinos en las mañanas, cuando regresaban de la plaza de abastos con la compra de carne, o pescado, frutas o verduras para el día. De paso compraban el carbón en la carbonería y el pan en la panadería, y por último entraban en la “tienda” y compraban lo necesario también para el día, porque el jornal se cobraba diariamente y no se disponían de medios para abastecerse a más largo plazo, además tampoco existían los refrigeradores donde mantener fresca la mercancía.

(Fotografía datada en 1871. Al final del mostrador se aprecia el molinillo de café)

En la tienda de ultramarinos había de todo. Nada más entrar y formando fila casi en la misma entrada estaban los sacos de legumbres, olor a la arpillera de los sacos desprendiendo una nubecilla de polvo blanco que flotaba en el aire. De allí sacaba el tendero, con una pala de hojalata de mango corto, el cuarto de kilo de garbanzos, o de alubias, o lentejas, o habas secas que se le hubieran pedido,y en un papel de estraza lo pesaba en una balanza con pesas de bronce (si ésta era de plato, en épocas más lejanas) o bien en la de aguja (de época más reciente), y luego hacía con él un cartucho que entregaba a la“marchante”.

Lo mismo hacía con el azúcar y con el café, que si se le pedía, lo molía en un gran molinillo que tenía para tal fin, a fuerza de darle a la manivela, y que salía por debajo cayendo en una bolsa de papel que recogía el café ya molido.

Entonces el aroma de café de “malo” (malta) o del “bueno” (Trueba o Catunambú), invadía la estancia y se mezclaba con el olor del agrio del vinagre, apresado en un barrilito con un grifo; con el de pescado en salazón que se desprendía de la barraca de sardinas arenques, sostenida de pie, para que tuviera mejor vista, en una esquina del mostrador, o con el de una enorme lata abierta de manteca amarilla “La Lorenzana”.

Y mientras el ama de casa era “despachada”, se entretenía en compartir con aquella otra que “le había pedido la vez” en comentar los dimes y diretes de la calle.

El tendero en realidad no era el tendero, sino “el Vicente”, o “el Antonio”, o “el Pepe el de la tienda”, que así es como era conocido en el barrio, y lucía siempre con un babi color gris u ocre, que ayudaban a ocultar las posibles manchas recogidas durante la jornada.

Como había determinados momentos en el día en el que la afluencia de clientela era más numerosa, el tendero echaba mano de ayuda extra contratando por un sueldo escaso, a un jovenzuelo que tomaba el nombre de aprendiz o dependiente, y las que iban a compran se dirigían a él llamándolo “muchacho” o “niño”.

Muchas veces al ama de casa se le olvidaba algún “mandao”, y acudía a cualquiera de sus chiquillos para que lo trajera “Fulanito ve a la tienda de Vicente, o Antonio, o Pepe, que se me olvidó el aceite, y dile que te lo de “fiao”, que me lo apunte que mañana se lo pago”. Y el Fulanito de turno cogía la calle por banda camino de la tienda, con una botellita de cristal vacía, que en otro momento contuvo Agua de Carabaña, para que le echaran un cuarto litro de aceite.

(Tienda de Ultramarinos 1920)

Había veces en las que el niño entraba en la tienda y estaba vacía porque el tendero estaba en la trastienda, y hacía notar su presencia diciendo “¡despachar!”, o bien dando golpecitos con la moneda (si es que la llevaba), en el mostrador de madera o de mármol según el comercio.

La Aceitera

Salía el tendero y le despachaba el aceite extrayéndolo de una bomba de cristal subiendo y bajando una manivela. El aparato en cuestión estaba montado sobre un bidón que se encontraba debajo del mostrador. Según la importancia de la tienda, en función de la venta, además del artilugio correspondiente al aceite de oliva había también otro de aceite de orujo.Entonces el liquido verdoso de su interior se movía y se llenada de burbujas, que al chaval le parecían como bolas de caramelo.

Mientras le despachaban el aceite, miraba y disfrutaba de todo lo que había a su alrededor, a menudo productos inalcanzables para él y para muchas familias: las latas de melocotones en almíbar; la carne de membrillo de Puente Genil marca “El Quijote” en una caja de lata bellamente decorada; los botes de jugos de fruta “La Verja”; los higos pasos, y los terroncillos de azúcar blanca que descansaban en un saco más pequeño, pero sobre todo, las tabletas, partidas en onzas para vender a granel, de chocolate negro La Virgen de los Reyes, grueso, terroso, espeso, pero que a él le sabía a gloria bendita cuando su madre le daba de merendar una onza con un trozo de pan.

Algunas veces cuando llegaba el chaval a la tienda, tenía que esperar a que despacharan a otra persona, y si ésta había pedido bacalao, el corazón del chiquillo se sobrecogía al ver como el tendero lo cortaba con la cizalla, artilugio precisamente para ello dotado con una enorme cuchilla, y que a sus ojos de niño tenía mucho de peligroso y temblaba tan solo de imaginar la mano del cortador debajo de la cuchilla.

La Cizalla de cortar el bacalao

Chorizos y morcillas colgaban del techo y goteaban grasientos en su cabeza, y su boca se hacía agua cuando afilaban el cuchillo para cortar jamón, producto prohibitivo y que tan sólo se compraba cuando se padecía alguna enfermedad.

(Una tienda sobre 1950)

Le daba el tendero o el dependiente la botellita con el aceite y el niño decía “que dice mi madre que me lo apunte”, y el tendero se lo apuntaba con un lápiz grueso que mantenía sostenido encima de la oreja, en un papel de estraza, dónde por cierto, ya había más de una anotación.

Ahora se ha cambiado el olor rancio y añejo de las tiendas de ultramarinos por el de los ambientadores y colonias de los hipermercados, y no hace falta que te apunten nada por darte los “mandaos fiaos” (se paga con dinero de plástico).

Imágenes de: Todocolección.net - Fotosconhistoria.com

El Cotarro

viernes

("La Posada" siglo XIX - obra de Leonardo Alenza - Academia de San Fernando de Madrid)


Siempre, y al igual que ocurre ahora, ha habido personas que por circunstancias de la vida no tenían un techo bajo el que pasar la noche. Y también al igual que ocurre ahora, había distintos sitios de diferentes categorías para dar cobijo al “sin techo”, según las posibilidades del “cliente”.


("Casa de Dormir" 1932-1933 - Grabado aguafuerte - José Fernández Solana)









“Posadas” y “Casas de Dormir”, eran los lugares donde estas personas disfrutaban de una habitación, y en cuyo precio estaban incluida además de la cama, la luz.


Pero para los menos pudientes, o sea, para los que no tenían nada y cuyo único techo eran las estrellas, existía un lugar, bien en dichos sitios que destinaban para ello, o bien creados exclusivamente para la causa, que se denominaba Cotarro.


En el Cotarro, y por cantidades insignificantes se podía pasar la noche libre de la intemperie.

El dueño del local solo facilitaba suelo y techo, y si acaso, un trozo de estera de esparto que hacía las veces de comistrajo, aunque lo habitual era dormir sobre el suelo pelado, o sea, a ladrillo limpio.


( Obra de Gustave Dore, 1872)


En estas condiciones, y sintiéndose afortunados por tener un techo bajo el que dormir, pasaban la noche tanto hombres como mujeres y niños, que llevaban consigo pulgas, piojos y chinches y que dejaban en ese lugar de pernocta, parásitos que recogían los que acudían la noche siguiente.


Era asiduo el pulular nocturno de los pobres que pasaban el día pidiendo limosna, ésos que no tenían ni casa ni hogar, y que hacían de cualquier rincón de un portal su asentamiento. También acudían a él los mendigos callejeros, y los desgraciados que por su mal hacer estaban considerados fuera de la ley y huidos de la justicia.


("Interior de una posada" -Valeriano Becquer - Procedente de la revista La Ilustracion Española y Americana. 1873)

Los que allí buscaban cobijo, llevaban también a cuestas sus miserias, y algunos su mala condición, condición que daba pie a frecuentes alborotos durante las noches, en las que casi todos dormían con un ojo abierto y otro cerrado, tal era la desconfianza que el improvisado compañero de sueño despertaba en ellos. No se podían fiar ni de su sombra.

El ladrón aprovechaba el sueño de éste o aquél para afanarse con cualquier cosa ajena que luego pudiera vender. El borracho, armaba gresca con la borrachera dando grandes voces, despertando a los niños; las madres gritaban quejándose e intentando acallarlos, y no faltaba quién llegaba a sacar la navaja ante la trampa que le tendía su compañero de partida de cartas.


("Una Riña" - B. Fernández - siglo XVIII)

Por tales motivos se formaban las peleas y los alborotos, teniendo que acudir el casero para poner orden y amenazar con echarlos a todos a la calle sin previa devolución de las monedas pagadas.

Se decía entonces que “Se alborotó el Cotarro”, y esta frase, aún abunda en nuestro hablar cotidiano.


Por cierto, el precio del Cotarro a final del siglo XIX era de dos cuartos.



Bibliografía: Costumbres Populares Andaluzas – Luis Montoto

Costumbres Andaluzas – José María de Mena